¡Bingo!

Treinta y siete. Con cincuenta eurazos me costeo el wow veraniego y me sobra para una docena de litros; un sólo número para poder pasar el día en casa tocándome el ratón y las noches emborrachándome. Venga treinta y siete de mierda, sal ya.

¡Bingo!

Una vieja me ha jodido el bingo y los cincuenta eurazos del bote. Malditas fiestas de barrio. Me ha jodido no ganar ese bingo. Me ha enganchado, tíos, parezco una vieja. Por eso he llegado a la conclusión que jugar al bingo envejece. Seguro que si me miro en el espejo veo patas de gallo y rulos, seguro que Carmen Lomana no juega al bingo, seguro que el Pajares está ahora como una regadera a causa del rodaje de Los Bingueros y seguro que Paul McCartney se va a echar las tardes rompiendo cartones.

He llegado también a sospechar que las viejas tienen otro súper poder a parte del rastreo de autobuses de línea, la telequinesis bínguica. Que sí, que mueven las bolas con la mente para ganar los bingos, sino no me lo explico. Cabronas, que los jóvenes necesitamos ese dinero más que vosotras, utilizad vuestros poderes mentales para cambiar de emisora en la publicidad de Sálvame o, no sé, para restregar la Nocilla más rápido en los bocadillos de los nietos, para calzaros las alpargatas, joder, pero no me fundáis a mí el dinero, que soy pobre y, como agravante, estudio.